LA REGULARIDAD
INICIÁTICA
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Recepción
de un aprendiz según el rito francés, Francia, 1809 |
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El
vinculamiento a una organización tradicional regular es no solamente
una condición necesaria de la iniciación, sino que es incluso lo que
constituye la iniciación en el sentido más estricto, tal como la
define la etimología de la palabra que la designa, y es lo que se
representa por todas partes como un «segundo nacimiento», o como una
«regeneración».
El
vinculamiento de que se trata debe ser real y efectivo.
Un
supuesto vinculamiento «ideal» es enteramente vano y de efecto nulo.
Es el caso,
por ejemplo, de algunos que hasta pretenden hacer revivir
formas tradicionales enteramente desaparecidas.
Eso
es fácil de comprender, puesto que se trata propiamente de la
transmisión de una influencia espiritual, que debe efectuarse según
leyes definidas; y esas leyes, aunque son evidentemente diferentes de
aquellas que rigen las fuerzas del mundo corporal, no son por eso
menos rigurosas, y presentan incluso con estas últimas, a pesar de las
diferencias profundas que las separan, una cierta analogía, en virtud
de la continuidad y de la correspondencia que existen entre todos los
estados o los grados de la
Existencia
universal. Esta analogía es la que nos ha permitido, por ejemplo,
hablar de «vibración» a propósito del Fiat Lux por el que es
iluminado y ordenado el caos de las potencialidades espirituales,
aunque no se trate en modo alguno de una vibración de orden sensible
como las que estudian los físicos, como tampoco la «luz» de la que se
habla puede ser identificada a la que es aprehendida por la facultad
visual del organismo corporal.
De
esta necesidad de un vinculamiento efectivo resultan inmediatamente
varias consecuencias extremadamente importantes. Primeramente, en lo
que concierne al individuo, es evidente que su intención de ser
iniciado, no podría bastar de ninguna manera por sí misma para
asegurarle la iniciación real (ya sea plenamente efectiva o incluso la
simple iniciación virtual). En efecto, en esto no se trata de
«erudición», que, como todo lo que depende del saber profano, aquí no
tiene ningún valor; como tampoco de aspiraciones sentimentales
cualesquiera. Si, para poder llamarse iniciado, bastase con leer
libros, aunque sean las Escrituras Sagradas de una tradición ortodoxa,
acompañadas incluso, si se quiere, de sus comentarios más
profundamente esotéricos, ¿se ha reflexionado en las consecuencias
enojosas que implica esa afirmación? En esas condiciones, no habría
posibilidad de transmisión de nada; en una palabra, nada de lo que
caracteriza esencialmente la iniciación.
Es
menester que el individuo tenga no sólo la intención de ser iniciado,
sino que sea «aceptado» por una organización tradicional regular, que
tenga cualidad para conferirle la iniciación, es decir, para
transmitirle la influencia espiritual sin cuyo concurso, a pesar de
todos sus esfuerzos, le sería imposible llegar nunca a liberarse de
las limitaciones y de las trabas del mundo profano.
Como
no se puede transmitir más que aquello que se posee, es menester
necesariamente que una organización sea efectivamente depositaria de
una influencia espiritual para poder comunicarla a los individuos que
se vinculan a ella; y esto excluye inmediatamente todas las
formaciones pseudo-iniciáticas, tan numerosas en nuestra época, y
desprovistas de todo carácter auténticamente tradicional. En efecto,
en estas condiciones una organización iniciática no podría ser el
producto de una fantasía individual; no puede estar fundada, a la
manera de una asociación profana, sobre la iniciativa de algunas
personas que deciden reunirse adoptando unas formas cualesquiera; e,
incluso si esas formas no son inventadas completamente, sino tomadas
de ritos realmente tradicionales de los que sus fundadores hayan
tenido algún conocimiento por «erudición», por eso no serán más
válidas, ya que, a falta de filiación regular, la transmisión de la
influencia espiritual es imposible e inexistente, de suerte que, en
semejante caso, no se trataría más que de una vulgar contrahechura de
la iniciación. Este ejemplo particular se aplica igualmente a todas
las organizaciones inventadas por los ocultistas y demás «neoespiritualistas»
de todo género y de toda denominación, organizaciones que, sean cuales
sean sus pretensiones, no pueden, en toda verdad, ser calificadas más
que de «pseudoiniciáticas», ya que no tienen absolutamente nada real
que transmitir, y ya que lo que presentan no es más que una
contrahechura, e incluso muy frecuentemente una parodia o una
caricatura de la iniciación.
Aparte del caso de la supervivencia de algunas raras agrupaciones de
hermetismo cristiano de la
Edad
Media,
es un hecho que, de todas las organizaciones con pretensiones
iniciáticas que están actualmente extendidas en el mundo occidental,
no hay más que dos que, por decaídas que estén una y otra a
consecuencia de la ignorancia y de la incomprehensión de la inmensa
mayoría de sus miembros, pueden reivindicar un origen tradicional
auténtico y una transmisión iniciática real. Estas dos organizaciones,
que, a decir verdad, no fueron primitivamente más que una sola, aunque
con ramas múltiples, son el Compañerazgo y la Masonería.
Lo
que resulta claramente de todo eso, es la nulidad de las iniciativas
individuales en cuanto a la constitución de las organizaciones
iniciáticas. Es fácil comprender que ello sea así, si se reflexiona
que la meta esencial y final de la iniciación rebasa el dominio de la
individualidad y de sus posibilidades particulares, lo que sería
imposible si para ello se estuviera reducido a medios de orden
puramente humanos. Es menester la presencia de un elemento «no
humano», y tal es en efecto el carácter de la influencia espiritual
cuya transmisión constituye la iniciación propiamente dicha.
Extractado de: René Guenón, Apercepciones sobre
la
Iniciación,
capítulo V.
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